Pasajeros de bus por Saúl Alvaréz
*Por Saúl Álvarez Lara
El correo llegó con hora, lugar y condiciones definidas. Hubiera podido no responderlo o negarme a asistir pero no encontré excusa para hacerlo, entonces acepté el día: jueves; la hora: tres de la tarde; y acepté también la condición de narrarlo todo y publicarlo aquí, en estas páginas o donde pueda, aunque, agregó el remitente en la nota, como sabemos que a usted no le publican nada en ninguna parte, nadie se va a enterar de nuestro encuentro.
El jueves a las dos de la tarde cuando salí de mi casa bajo un sol de verano y un calor como para estar en la playa y no en bus rumbo al metro, me arrepentí de haber aceptado, sin embargo ya no había reversa posible.
El calor en el metro era aún más insoportable por los apretujones y los humores. Pisé a una señora bajita, redonda y ella me devolvió el pisón con un codazo al hígado y un empujón que me lanzó contra un hombre en camiseta. El hombre no me determinó y para evitar otras circunstancias iguales me quedé a su lado hasta la estación Berrío, donde debía bajar.
Tres pisos debajo del viaducto del metro está el parque de Berrío. El remitente me espera treinta y cinco minutos más tarde a unas cinco cuadras de distancia. Pensé que era tiempo suficiente y caminé entre la gente que habita el Parque. La mujer bajita y redonda, ahora caigo en la cuenta de que lleva un vestido florido, va unos metros adelante como si se hubiera propuesto abrirme paso entre la gente.
El Parque es punto de venta y de encuentro, hay vendedores de minutos, uno puede comprar cuantos quiera para vivirlos o conversarlos; vendedores de confites, de libros piratas, de cachivaches, de horóscopos; hay músicos, serenateros a la espera de clientes con necesidad de encontrar algún amor traspapelado. También hay palomas y caca de palomas por todos los rincones del parque que no es tanto un parque, parece más bien, una plaza. Una Plaza con iglesia, banco, estación de metro encima y edificios de oficinas en los cuatro costados.
En una esquina, minimizada por la enormidad del viaducto, el “Torso de mujer”, la “gorda” de Botero, sirve de punto de referencia para convenir citas, ver pasar gente, negociar desempates y acelerar reencuentros.
Para llegar al lugar de la cita hay que pasar por la esquina nororiental del Parque, Plaza, hacia la calle Boyacá. En otras épocas paso de burgueses dueños de negocios o habitantes de las casas alrededor del parque. Hoy, los cien metros hasta el final de la calle son un mercado a ras de piso o en mesas de campaña. Hay de todo en el «agáchese» de la calle Boyacá: lentes de aumento, chontaduros, libros piratas, maquillaje traído de China; los vídeos pornográficos ocupan buena parte del espacio y sus vendedores tienen la agilidad para hacerlos desaparecer cuando los “campaneros”, anuncian la cercanía de la policía. Después viene el cruce de Junín con La Playa que, de esa esquina hacia el occidente, cuatrocientos metros, se llama avenida Primero de Mayo. En el cruce, en la misma esquina donde en 1924 el arquitecto belga Agustin Govaerts construyó el Hotel Europa y el Teatro Junín, está desde 1968 el Edificio Coltejer.
La mujer bajita y redonda me abrió paso entre el gentío hasta el cruce entre Junín y La Playa donde la perdí de vista. Desde allí hasta el lugar de la cita hay un recorrido de dos calles y media por la Avenida La Playa, rumbo al oriente. La gente se atropella y las aceras parecen estrechas, también hay vendedores. Cualquiera, quizá la mujer bajita y redonda, diría que el «agáchese» se extiende a todo el centro.
Frente a casinos de puerta abierta con máquinas de la fortuna a la vista, vi señoras que venden productos de limpieza, señores y muchachos que van de lado a lado con carteles donde anuncian el «minuto a $ 200 pesos». ¿Cuántos tengo que comprar para durar cien años? le pregunté a un muchacho bajito pero delgado, de ojos volados y vestido con camisa de flores, como la mujer, que me miró de arriba abajo, como jugando ping-pong, sin saber hacer el cálculo. Tuve la sensación de que el tiempo valía bien poco. De doscientos pesos ya sólo quedan monedas y quizá los minutos que estas gentes venden.
Cuando por fin llegué al lugar de la cita, eran las tres en punto.
La casa Barrientos es un respiro en medio del calor, el ruido y la asfixia del centro. Fue construida a finales del siglo XIX pero ocupada por la familia que le dio nombre entre 1924 y 1983. En el 2003 el Municipio la recibió y se comprometió a devolverla restaurada y lista para instalar en ella un Centro de Lectura. Durante esos veinte años de vacío, porque no había herederos, la casa fue hotel de paso, guardadero de carretas y carretillas, basurero y escondite de habitantes de calle y drogadictos.
Sabía con quién me iba a encontrar pero no lo había visto nunca y como no tuve oportunidad de decirle que iría vestido con camisa del rojo meteorito que todos conocemos, me encontré allí a la espera de alguien que sabía quién era yo y tampoco me conocía. Entonces sucedió algo inesperado, en una mesa de la cafetería había un conocido, escritor, que me vio al mismo tiempo que yo a él y me saludó sin sorpresa, como si me hubiera estado esperando. Hablamos de proyectos, de viajes, de ficciones, el lugar era ideal para mezclar ficción y no-ficción, entrar en una para salir por la otra y convertirnos en narradores y personajes a la vez. Le conté la historia del personaje que cumple una cita sin saber a quién se la cumple y él mencionó a un hombre que hablando para sí, sólo se dijo mentiras.
Pasaron dos buenas horas y nadie vino a cumplir la cita. Cuando dejé al escritor comenzaba a oscurecer, pensé que había sido él quien había pactado el encuentro y aunque lo insinué en alguna de nuestras salidas de la ficción, no se dio por enterado.
Regresé al metro por el mismo camino, la gente no había cambiado pero había más, más vendedores de minutos, de chucherías, de zapatos y camisas chinas; había más vendedores de vídeos pornográficos y de cartas postales y de cuadernos y de botones y de jugos y de comida. Había más ruido y las luces titilantes parecían aumentarlo. En medio del gentío, una mujer flaca y alta, de nariz corta y ojos pegados, coronada por una peluca amarilla, me obligó a recibir una tarjeta que, creí, era la imagen de un santo, pero resultó ser un mensaje del remitente que incumplió la cita. La mujer lo dijo y se hizo a un lado para dejarme pasar. Con la necesidad de ver el nombre y el mensaje del remitente incumplido en un lugar donde hubiera luz, aceleré el paso para llegar al metro, subí los escalones en trancos de a dos. El andén estaba hasta el tope de pasajeros, el tren entraba en la estación, busqué un lugar cerca de una lámpara entre la gente y sin quererlo estrujé los senos enormes de la señora bajita y redonda con vestido de flores cuando la masa de cuerpos nos empujó hacia el vagón con puertas abiertas. Ella disimuló el dolor en su pecho desmesurado pero tuvo fuerzas para asestarme el usual golpe en el hígado que esta vez hizo volar la tarjeta con el mensaje por la fisura entre la puerta de entrada al vagón, donde quedamos apretujados, y la plataforma de la estación.
*© Saúl Álvarez Lara es un callejero ejemplar de Medellín, un testigo Urbano que practica el presente, pues de otra manera no sería capaz de recrear en sus letras fotogramas fieles y cotidianos de la ciudad.
“Una cita de ficción” hace parte del libro Con los ojos bien abiertos. Cuentos, coincidencias y serendipias que pronto estará en todas partes.